“¿Vas a hacer un diezpalabras especial reporte IPCC?”, me preguntó Evelin Heidel el martes. Y me dejó este hilo de hilos de ¿Ahora qué?. En uno de esos tuits decía
“Esperamos que te hayas recuperado un poco de la ecoansiedad que deja el reporte”.
“Es una patada en el pecho”, le escuché decir por radio a Nicole Becker.
En la guía “Mental health and our changing climate”, de 2017, la American Psychological Association definió la ecoansiedad como “el miedo crónico a la perdición del ambiente”. Ya en 2009, un paper en The Lancet sostenía que el cambio climático es la mayor amenaza a la salud mental (y no solo mental) del siglo.
“Les adultes siempre dicen que deben darle esperanza a les jóvenes. No quiero su esperanza. No quiero que ustedes sientan esperanza. Quiero que entren en pánico. Quiero que sientan el miedo que yo siento todos los días”, decía Greta Thunberg en Davos en enero de 2019, tantos apocalipsis atrás. “Y después, quiero que actúen. Quiero que actúen como si estuvieran en una emergencia. Quiero que actúen como si nuestra casa estuviera en llamas, porque lo está”.
Ok, Greta. En febrero de 2020, la APA divulgó una encuesta: 68% de les adultes estadounidenses decían sentir al menos un poco de ansiedad ecológica, y 47% de les menores de 34 años decían que el estrés por el cambio climático afecta a su vida cotidiana.
En marzo de 2021, la APA sacó otra guía para terapeutas sobre ecoansiedad. “Cuando hay algo crónico, tiene que haber una forma más sistemática de ayudar”, dice Nancy Piotrowski. “Vamos a trabajar en esto mientras vivamos”.
“Algunas cosas que podemos hacer para no caer en el pozo de la angustia climática: juntarnos con gente que entienda nuestra preocupación, hablar del tema y canalizar la angustia a través del arte, acciones sociales”, dice en Perfil Ecointensa, “pero, principalmente, convertir la ansiedad en activismo”.
Greta, 2018: “Una vez que empezamos a actuar, la esperanza está por todos lados. En vez de buscar esperanza, busquemos acción y la esperanza llegará”.