Desde hace años se habla de burbujas informativas generadas por los algoritmos de redes sociales, que nos ponen a leer a gente con pensamiento afín pero más radical, y así polarizan la opinión pública. Eli Pariser publicó su libro El filtro burbuja en 2017, el mismo año en que Yuste publicaba en Nature un llamado a la neurotecnología ética. La burbuja como metáfora de los límites invisibles pero reales.
Hay otras burbujas. La palabrita entró a la jerga de la pandemia (¿te acordás de la pandemia?). Se habla de “modalidad burbuja” para describir la propuesta para la vuelta a clases presenciales: grupitos alternados de hasta diez estudiantes, que no se mezclan con los otros grupos. Así, si una persona se infecta, se aísla (solo) al resto de la burbuja. Este sistema ya fue implementado en varios países. Lo mismo se proponía hace unos meses para reuniones sociales al aire libre: siempre con el mismo grupito. Una suerte de vida social de laboratorio.
Además están los barrios burbuja, cerrados al exterior, perfectos para profundizar desigualdades. Y la burbuja que armó la NBA en Disney para terminar la temporada: una ciudad sellada para 1500 personas, entre 22 equipos, sus delegaciones y el personal de ESPN. Y también las burbujas financieras e inmobiliarias, obras maestras del arte de la influencia. Vaya a saber qué burbujeó en la legislatura porteña en estos días para que se apruebe la venta de las 17 hectáreas de Costa Salguero con el fin de construir diez torres de treinta metros en una ciudad con déficit de espacios verdes, que se nota cada vez más en la pandemia. Si la nueva normalidad son las burbujas de aislamiento, vendrían bien espacios abiertos amplios para encontrarnos de manera segura.
La otra es emburbujarnos de verdad, en plástico, como propone Wayne Coyne, el cantante de Flaming Lips: For the cure that is their prize.