Antes de ser el día mundial del terrorismo, antes aún de ser el día del golpe militar al primer presidente socialista de América latina, el 11 de septiembre era en Argentina simplemente el Día del Maestro: gloria y loor. Así, en masculino absoluto, aunque sepamos desde siempre que es abrumadoramente el Día de la Seño. Día solo relevante para quien enseña, para quien aprende y para quien es parte del chat de mamis (y papis y largo abanico): casi todes.
Esta semana vi The Chair. Más allá de toda la tematización de la cultura de la cancelación, el imaginario woke y el problema de la mercantilización de las universidades, me quedé pensando por qué resultarán tan irresistibles para la narración las y los profesores de literatura (irresistibles para Hollywood, o para Netflix, que es lo mismo). Soy de la generación que recuerda aquello de “O captain, my captain” no por Whitman sino por Robin Williams en La sociedad de los poetas muertos. Pienso en otra película con Jay Duplass (el profesor de The Chair), Outside In, donde el único vínculo emocional de un hombre roto es con quien fuera su profesora en el secundario.
Pienso en los años de alumna, docente, alumna, ir y volver e ir; en cómo una computadora no es una aula pero a veces se le parece, en cómo hay ganas -por pudor nomás de decir “pasiones”- que traspasan la pantalla. En cómo se nota cuando alguien disfruta lo que hace, lo que da (*dar* clase). En la suerte que tengo de haber disfrutado y seguir disfrutando a tantas maestras y maestros así, de les que pasan la brasa.
Mientras trato de encontrarle la punta a este divague recibo un correo: una nueva suscriptora saluda, y pregunta si fui a cierto jardín de infantes. Le digo que sí. Responde: “Entonces fui tu maestra de sala de cinco”.