¿Para qué sirve un camino? Para caminar. Para sentir que estás en movimiento, y cómo el aire -frío, tibio, caliente, helado como una navaja, con olor a tilo- se mueve contra tu cara, en tu pelo. En definitiva, para sentir, por una vez. Alguna cosa básica. Y si el camino tiene árboles, podés caminar mirando hacia arriba, jugando a ver las formas móviles que se recortan a cada paso entre las ramas, las hojas y el cielo. Y si los árboles son altos y los troncos son gruesos podés jugar a imaginarte sus edades, cuántas cosas habrán visto y escuchado, o quizás ni visto ni escuchado pero percibido, o quizás ni percibido pero acompañado. Un camino sirve para caminar. Ir viendo cómo se mueve la copa de ese árbol, y esa otra más allá, que está lejos pero cada vez menos, hasta que la alcanzás y entonces es otra la copa de árbol que se mueve allá lejos. Y si el camino tiene moreras, te permite medir el año mirándolas: están peladas así que todavía faltan muchos meses para las moras; ahí vienen las hojas, debe ser primavera; ya se adivinan las moras, en un mes las vamos a estar comiendo. Y si el camino tiene la suerte de bordear las vías, cada cierta cantidad de minutos vas a escuchar un ruito y vas a ver un bólido pasar silbando. Vas a adivinar caras y cuerpos viajando a gran velocidad, mirando el camino y los árboles, mirándote mirar. Les vas a saludar con tu mente, les vas a sonreír para adentro, les vas a desear buen viaje sin dejar de caminar. Y al rato va a pasar otro tren para el otro lado y te va sorprender porque va en tu dirección: una mancha amarilla, unos segundos de luz y sonido, y ya pasó. Como tu rato. Y ya está, salís del camino, volvés a tu vida, y algo de ese movimiento sigue trabajando en vos, limpiando los rincones a pura fuerza de aire que circula.
In memoriam del camino que bordeaba las vías del tren Urquiza desde la Avenida de las Casuarinas hasta la estación Arata, hoy cerrado por la Facultad de Agronomía de la Universidad de Buenos Aires.