“La Organización Mundial de la Salud ha respaldado a Mosquirix, una vacuna contra la malaria que ha sido probada con éxito en estudios en Kenia, Malaui y Ghana”, cuenta Elda Cantú en la última edición de El Times, el newsletter de The New York Times en español. “El paludismo causa cada año la muerte de medio millón de personas, de las cuales la mitad aproximadamente son niños menores de 5 años. La vacuna tiene una eficacia de alrededor del 50 por ciento y constituye un avance positivo frente a la medida preventiva más utilizada, que son los mosquiteros tratados con insecticida”.
La noticia de la vacuna contra la malaria, reclamada durante décadas como una deuda social, se conoció el miércoles a la noche. El mismo miércoles, por la mañana, había escuchado en un webinario sobre la relación entre investigación científica y los Objetivos de Desarrollo Sostenible que se invierten muchos más fondos en investigar cómo combatir el cáncer que en cómo frenar la malaria, que tiene una mortalidad muchísimo más alta a nivel global. Pero como más del 90 por ciento de esas muertes suceden en África subsahariana, los grandes laboratorios no ponían mucho interés en financiar la investigación contra esta enfermedad.
Malaria, de paso, viene del italiano “mal aria”, literalmente “mal aire”: hacía referencia la teoría miasmática, que sostenía que la enfermedad venía de los miasmas, emanaciones de pantanos y aguas sucias. Se conoce la enfermedad desde el principio de la humanidad; dicen que la mitad de las personas podría haber muerto por su causa, incluidos Tutankamón, Gengis Khan y Alejandro el Grande. Recién en 1880 se identificó que es transmitida por un mosquito. Bienvenida Mosquirix, la vacuna con nombre de héroe.