Salgo; los pies van. En cuanto entro al bosque encuentran un sendero, siempre uno diferente, que me lleva. Hay algo de milagroso en cómo se desenrolla bajo mis pies a medida que camino. Voy absolutamente sola, no veo ni escucho a nadie pero el sendero me provee una seguridad incuestionable. A veces se pasa de generoso y tiene hasta marcas de colores en los árboles. Pero no hace falta tanto: con verlo a mis pies alcanza. Ni siquiera verlo; percibirlo de algún modo subliminal, que los pies lo sintonicen, casi como un bluetooth. Habiendo sendero no necesito pensar dónde voy. Y siempre hay.
Cada sendero llega como un regalo de la humanidad. Otres pisaron ahí antes y marcaron la huella: por aquí se va a algún lado. Es más: la abrieron, y gracias a su paso, a sus pasos, no me pincho ni me raspo ni me pierdo, el bosque me da la bienvenida. Camino literalmente sobre sus huellas, las huellas que marcan la tierra. Huella en el sentido de Yupanqui.
Rebecca Solnit lo explica mejor. “«El vacío es el sendero por el que se mueve la persona centrada», dijo un sabio tibetano hace seiscientos años. El libro en el que encontré esta afirmación continuaba con una explicación de la palabra para decir «sendero» en tibetano: shul, «una marca que permanece después de que pasa lo que la hizo; una huella, por ejemplo. En otros contextos, shul se emplea para describir la cavidad rugosa que queda donde solía haber una casa, el canal erosionado en la roca por la que ha pasado la crecida de un río, la mella en la hierba donde durmió un animal la noche pasada. Todas estas cosas son shul: la impresión de algo que estuvo ahí. Un sendero es un shul porque es una impresión en el suelo dejada por el paso regular de pies, que se ha mantenido libre de obstrucciones y conservado para que lo usen otros”.
Una huella: el índice peirceano por definición, que remite a caminantes anteriores. Y un bien común.
(Señala después Solnit que en idish shul significa “sinagoga”. El sendero como templo).