Va todo tan rápido. En las últimas dos semanas, mientras un convoy (N75P04) ruso se apostaba en las afueras de Kiev, caían las bombas en la maternidad de Mariupol, un millón y medio de ucranianes escapaba a Polonia, se incendiaban las centrales nucleares y se disparaba el precio de los alimentos y el combustible, se fue cavando la zanja cultural, social y económica entre Rusia y lo que llaman, para simplificar, Occidente. Rusia sacó una nueva ley sobre “noticias falsas” que expulsó a los medios extranjeros. En la Unión Europea se prohibió la transmisión de medios estatales rusos, como Russia Today; YouTube ya no lo muestra en Argentina. Rusia bloqueó el acceso a Twitter y Facebook. El jueves, Reuters publicó un artículo donde cita documentos internos de Meta (la compañía madre de Facebook, Instagram y Whatsapp) que dicen: “Como resultado de la invasión rusa de Ucrania, hemos permitido temporalmente formas de expresión política que normalmente violarían nuestras normas, como los discursos violentos como ‘muerte a los invasores rusos’. Seguimos sin permitir llamamientos creíbles a la violencia contra los civiles rusos”. En represalia, Putin llamó a Meta ‘organización terrorista’ y cerró Instagram, la tercera red social más popular del país, usada por miles como canal de ventas.
En paralelo empezaron los gestos simbólicos. Deportistas y artistas de Rusia vieron evaporarse sus contratos. Una clínica en Munich dejó de atender pacientes de Rusia. Se cancela a Dostoievski en la Universidad de Milán. La Filarmónica de Cardiff saca de programa a Chaikovski.
“Hemos tomado nota de un nivel de rusofobia sin precedentes en varios países extranjeros en el contexto de la operación militar especial en Ucrania. Tengan la seguridad de que estamos tomando nota de todos estos incidentes”, tuiteó en tono amenazante el ministerio de relaciones exteriores de Rusia.
Desde el frente ucraniano (y varios más), la respuesta es que defenderse de una invasión no es una fobia.
“Saluden a la globalización que se va”, tuiteaba Gerardo Aboy Carlés hace unas horas. Lo mismo dice la tapa de marzo de The Economist: “Goodbye globalisation”. Como subtítulo lleva “La peligrosa atracción de la autosuficiencia”. Nueces verdes, sin cascanueces.