El McPlant entra en la definición de OCNI acuñada por el antropólogo Claude Fischler en 1988. Se la escuché a Rodrigo Castro Volpe durante su clase en la UNRAF; la había oído de Soledad Barruti, autora de Malcomidos. Fischler dice que el “objeto alimenticio moderno” se parece al monolito de 2001 – Odisea del Espacio. “Procede de otro mundo, no sabemos de dónde. Su producción, elaboración y precocinado ha tenido lugar fuera de nuestra vista, en factorías desconocidas, según técnicas que escapan a nuestra imaginación. Su forma, textura y apariencia lo alejan definitivamente de la naturaleza. Se nos presenta bajo una piel de plástico, una membrana que lo protege del tiempo, del aire y del propio consumidor. (…) Lo único que desprende es sentido. (…) Termina cayendo en un no man’s land entre humano y divino, entre naturaleza y cultura, entre trivial y mítico: el espacio de los Objetos Comestibles No Identificados”.
“Quiero que se discuta la definición oficial de qué es alimento”, se plantaba desde la tapa de la revista Brando la chef Narda Lepes en septiembre de 2019. Se indignaba con la ANMAT. “¡En su legislación, ellos dicen que ‘alimento es todo lo que incluye lo que tenga o no tenga valor nutritivo’!” Hoy se discute en Argentina la Ley de Etiquetado Frontal (ver N10P08), que busca informar el exceso de grasas, sodio, calorías o azúcares en los envases, con octógonos negros. Arde el lobby de la industria de los OCNIs.
“El envasado (…) instala [al alimento] en un espacio fuera del espacio, en un tiempo sin tiempo”, dice Fischler. “Su puesta en escena consiste en reducirlo a su apariencia, en despojarlo de todo cuanto nos servía para conocerlo y reconocerlo. Imposible ya de identificar, el alimento se hace signo: etiquetas informativas, marcas, precintos, descripciones, logotipos, formas y colores (…) se identificará por estos signos, no por su olor, textura o consistencia. Desencarnado, el alimento-signo no nos dará más que promesas que roer”.