Signos y promesas. ¿No es curioso que hasta febrero “plasma” nos hiciera pensar en televisores grandes? Ahora se ha puesto tan biológico todo; plasma es, otra vez, un fluido que nos corre por las venas. Sale de la imaginación el rabino Sergio Bergman con grandes cajas en un aeropuerto, entra la “fracción acelular de la sangre” que hoy es esperanza de tratamiento contra el coronavirus. “El uso de plasma transforma el COVID-19 en un mal catarro”, aseguró el jueves el infectólogo Fernando Polack al presentar los resultados preliminares del estudio de la Fundación Infant sobre plasma de pacientes que se recuperaron. Aseguran que dar plasma a mayores de 65 años con síntomas leves de COVID mostró una eficacia del 61 por ciento en controlar (¿encapsular?) la enfermedad antes de que empeore; más todavía si se administra en las primeras 72 horas de síntomas. “El plasma es sólo un vehículo que lleva anticuerpos. Restringiendo los donantes a los de mayores concentraciones de anticuerpos, es posible mejorar el rendimiento aún más”, explicó Polack. Y se entusiasmó: “Este estudio describe la primera estrategia en el mundo para detener la progresión del SARS- COV2 con una intervención económica, universal, no sujeta a patentes, probadamente segura y que puede administrarse en forma ambulatoria en unidades de atención sin necesidad de hospitalización”.
La verdad que yo también me entusiasmé. Como para no. ¿Es un pecado entusiasmarse?