“Debería estar prohibido burlarse de quien se aventura en una lengua extranjera. Cierta mañana, al bajarme del metro por error en una estación azul igual a la de ella, con un nombre semejante al de la estación próxima a su casa, telefoneé desde la calle y dije: estoy llegando casi. Supuse en el mismo instante que había dicho una burrada, porque la profesora me pidió que repitiese la oración. Estoy llegando casi… había probablemente un problema con la palabra casi. Sólo que, en vez de señalar el error, ella me hizo repetirlo, repetirlo, repetirlo, después soltó una carcajada que me llevó a colgar el teléfono. Al verme a la puerta de su casa, tuvo un nuevo acceso, y cuanto más se le encendía la risa en la boca, más se sacudía al reírse con el cuerpo entero. Dijo por fin haber entendido que yo llegaría poco a poco, primero la nariz, después una oreja, después una rodilla, y el chiste no tenía tanta gracia. Tanto es así que Kriska se quedó enseguida un poco triste y, sin saber pedir disculpas, rozó con la yema de los dedos mis labios trémulos. Hoy puedo decir, sin embargo, que hablo húngaro perfectamente, o casi. Cuando comienzo por la noche a murmurar solo, me angustia mucho la sospecha de un ligerísimo acento que asoma alguna que otra vez. En los ambientes que frecuento, donde discurro en voz alta sobre temas nacionales, empleo verbos raros y corrijo a personas cultas, sería desastroso un inesperado acento extraño. Para salir de dudas, sólo puedo recurrir a Kriska, que tampoco es muy fiable; con tal de mantenerme comiendo de su mano, como tal vez desee, siempre me negará la última migaja. Aun así, de vez en cuando le pregunto en secreto: ¿he perdido el acento? Empecinada, ella responde: poco a poco, primero la nariz, después una oreja… Y se muere de risa, luego se arrepiente, acerca las manos a mi cuello y en ésas estamos.”
Chico Buarque, comienzo de Budapest (Salamandra, 2005).