Se me cruzó este tuit: “Recibimos en nuestro Campus el #TalentBus de @AccentureAR, una experiencia que recorre el país presentando dinámicas de empleabilidad, innovación y tecnología (…).”
Me sorprendió “empleabilidad”. Pero ya estaba en auge en el 2000, cuando la Organización Internacional del Trabajo la definió en un informe como “la aptitud de la persona para encontrar y conservar un empleo, para progresar en el trabajo y para adaptarse al cambio a lo largo de la vida profesional”. O sea, de ser empleable. La capacidad de ser usable: de que te usen. En el buen sentido, claro.
Siguiendo a la OIT, gobiernos de todo el mundo ponen en marcha planes de empleabilidad, para hacernos más empleables, más usables.
Según el Wikcionario, “es un concepto que surge a finales de los años noventa y hace referencia al potencial que tiene un individuo de ser solicitado por una empresa para trabajar en ella”. Dice que es la “Capacidad de sintonizar con el mercado de trabajo, de poder cambiar de empleo sin dificultades o de encontrar un puesto de trabajo.”
La RAE la hace más corta: “Conjunto de aptitudes y actitudes que permiten a una persona conseguir y conservar un empleo.”
Aptitudes y actitudes.
En Wikipedia se muestra una ecuación (“P(t,x) = F(α’t + βX’ + ε)”) para calcular el “índice de empleabilidad”: cuánto tardará una persona en conseguir empleo.
“Qué es la empleabilidad y por qué debería preocuparte”, dice una consultora. “Cada persona tenemos (sic) que asumir nuestro papel protagonista en conseguir ser atractivos para el mercado laboral.”
Mientras tanto, cada vez es menos frecuente tener un empleo con todos los beneficios (y maleficios) del siglo XX: obra social, jubilación, vacaciones, ¡aguinaldo!, salario familiar, horarios. Algo de eso escribí hace tres años, tras los bellísimos Poemas para no ir a trabajar de Fernando Aíta: aspirar a no ir a trabajar es un lujo de empleades.
Claro: al caer el empleo aparece la empleabilidad como un tema (individual).
No sé de qué me sorprendo.