“Una persona murió ayer y otras ocho más resultaron heridas en un atropello múltiple intencionado en una concurrida zona comercial de Berlín”, decía el jueves en Kloshletter, el newsletter diario de Charo Marcos. “El autor del atropello ha sido identificado como Gor H., un alemán de origen armenio de 29 años que ha sido detenido y del que los medios alemanes dicen que padece algún tipo de trastorno. El hombre invadió la acera con su vehículo, un Renault Clio, arrolló a numerosos transeúntes y acabó estrellándose contra un escaparate. La víctima mortal es una profesora de 51 años y la mayoría de los heridos, alumnos a los que acompañaba. El atropello ha revivido el fantasma del terrorismo en la capital, golpeada por un atropello masivo en un mercadillo navideño en 2016 a pocos metros de distancia.”
Nunca había visto este uso de la palabra. Será una cuestión dialectal (Kloshletter se escribe en España). Pero debe haber algo más. Para mí un atropello era un acto simbólico, no material; donde se atropellan entes abstractos como la libertad de prensa, en este ejemplo. Y a un suceso en el que se atropellaba físicamente a alguien -por ejemplo, “un colectivo atropelló a un peatón”, solía llamárselo “un accidente”. Pero aquí se habla de otra cosa: un “atropello múltiple intencionado”.
Cuando cursaba Sociolingüística escribí un trabajo en torno a los titulares de diarios argentinos del 19 de julio de 1994. Daban cuenta de lo que se llamó, entonces y también ahora, “el atentado a la AMIA”. Mi punto era que con esa nominalización -”atentado”- se obturaba la pregunta por los agentes de la acción. ¿Quién atentó, por qué? ¿Qué significa exactamente atentar? Un “atentado” se convertía en un tipo específico de acontecimiento; y a la vez, en una suerte de paquete cerrado tapando un montón de incógnitas.
¿Estará pasando con los atropellos?