Nos convertimos en cintas métricas humanas. En México inventaron una superheroína: Susana Distancia (amo este video y los dibujitos). Se habló de distancia o distanciamiento social; después la OMS dijo que no era distanciamiento social sino físico, porque “es importante permanecer físicamente separados pero socialmente conectados”. Qué difícil. Descubrimos la centralidad del tacto, no solo con los afectos más cercanos -con quienes, en el mejor de los casos, se compartió cuarentena- sino con el resto del mundo. La importancia de tocarse. Cosas menores: dar la mano, la caricia breve. No lo habíamos pensado, no había hecho falta. La verdad sólida, irreemplazable, autoevidente de los cuerpos.
Nos hicimos más conscientes de las diferencias culturales: ese lugar común de que en Argentina la gente es toquetona y en Canadá es (literalmente) distante; que en los países árabes las personas se hablan muy cerca (o sea: más de lo que estamos acostumbrades acá), que en Japón ya usaban barbijos desde antes. La próxemica: las reglas no escritas pero vitales del “espacio personal”, tan culturalmente susceptible, y los movimientos de los cuerpos entre sí. Hace un par de años escuché a un especialista en inteligencia artificial alemán que hablaba de programar robots: “¿Qué tan cerca de la persona tiene que poner la bebida? ¿Aquí? ¿Aquí?”
Tan lejos, tan cerca. La distancia se aplanó. Antes teníamos escalas, fronteras; viajes y llamadas de corta, media y larga distancia. En 2020 la cosa se puso binaria, solo dos lugares: acá (en casa) o allá, afuera. Todos los allás fueron iguales mientras hubiera wifi; en palabras de Marcelo Cohen, donde yo no estaba. Y el lugar sin wifi se convirtió en una suerte de fuera de cuadro, de más allá en las sombras, upside down inalcanzable, no pensado, impensable. Añorado, también: un espacio libre de zoom.
Mafalda dice a Felipe: “¿Has pensado en lo que ocurriría si no existiera la distancia? Que todo estaría aquí. ¿Te das cuenta lo que sería que todo estuviera aquí?”