Qué palabra hermosa, nocturnidad. El enfoque serio, casi sesudo, de algo que es pura alegría del cuerpo entre los cuerpos. Ahora que las medidas por el rebrote de la pandemia (¿te acordás de la pandemia?) nos la traen otra vez, lo primero que me viene a la cabeza es un libro que no leí: La cultura de la noche, de Mario Margulis (1997).
“¿Por qué la nocturnidad? La ciudad es de los jóvenes mientras los adultos duermen; es otra ciudad. Hay un empleo del tiempo para conquistar el espacio. Al refugiarse en la noche, se resignifica la ciudad y parece alejarse el poder. Ilusión de independencia apelando al juego del tiempo; tiempo no colonizado en que parece resignar el control; tiempo no utilizado plenamente para la reproducción económica, para la industria o la banca. Si todos los espacios están colonizados queda el amparo del tiempo, el tiempo como refugio.” Ahora que soy la adulta que duerme -salvo cuando me trasnochan estas palabras-, de solo pensar en nocturnidad sonrío. Era una puertita para ir a jugar a ser joven por un rato; hoy está tapiada.
“La noche aparece para los jóvenes como ilusión liberadora. La noche comienza cada vez más tarde. Se procura el máximo distanciamiento con el tiempo diurno, de los adultos, ‘reglamentado’; la mayor separación entre el tiempo de trabajo y el del ocio. Este tiempo distanciado (…), especial, parece propicio para la fiesta”.
La noche fue lo primero que perdimos en la pandemia, y lo primero que se buscó recuperar. Es dramático: pulsión de vida que pone en riesgo la vida. Un espacio otro en el tiempo, algo que no sea el continuum casa-oficina. Un lugar para alguien más.
(“Diurnidad” no existe, la norma no se nombra).
¿Puede haber nocturnidad sin contacto físico? A juzgar por los números epidemiológicos, no parece fácil.
Dijo Paulina Cossi, “Todos queremos vivir como si no hubiera un virus. Pero hay un virus”. Pararnos a pensar en lo que estamos perdiendo cada noche es un lujo que no sé si podemos darnos en este momento.