Pocos espectáculos tan ansiados y esperados como el mundial de fútbol, nuestra vida tal como la conocemos y la llevamos queda suspendida, detenida, hasta cancelada.
Esperar cuatro años debe hacer su trabajo en la expectativa y más aún en el campo psíquico en donde el tiempo ejerce su plano secuencia y ya sabemos que no hay más golpe bajo que el tiempo.
Y decimos que es un espectáculo porque es una función para ver, es una función y una representación para un público que se dispone a mirar, no necesariamente para entretenerse, o sí, pero con la particularidad de que en esta representación lo que más ocurrirá será el padecimiento.
¿Para qué? ¿Por qué uno se hace eso? Quizá para poder, por medio de una composición de dificultosa realización y en una acción colectiva, ser más astuto que otro.
Disponerse a ese momento es soportar todo lo que no sale, lo que no se puede hacer, lo que se planeó y no acontece, es disponerse a la entrega de esperar, que pase la sorpresa, el instante de ver lo que otros componen para que aparezca el bit del pasaje del cero al uno, que suceda lo que no estaba ahí y cambia el curso de las cosas.
Hasta acá nada que no hayamos pensado y que no tenga que ver con otros modos de padecer.
Pero aun así tiene sus particularidades porque hay un demás, un más uno, un exceso en quienes vemos y gustamos / padecemos este gusto.
Mirar jugar a la pelota es el acto de ver cómo otros cuerpos establecen un lenguaje para imponerse ante otros cuerpos que portan otro lenguaje y ese lenguaje es a través de lo que sus cuerpos pueden y de eso nunca vamos a tener noticias previas. Los cuerpos, por un lado, existen individualmente, pero por otro lado, son partes de algo mayor. Siempre cualquier cuerpo es el corte arbitrario de una gran sabana más amplia que lo contiene.
La relación de los cuerpos humanos expresa una potencia común por su constitución común.
En los cuerpos hay ese demás, en la potencia hay ese demás, en el sufrimiento hay ese demás.
Por Carina González Monier