“No dejemos que las farmacéuticas creen un apartheid de vacunas”, decía el martes Fatima Hassan en Foreign Affaires. La frase circula desde junio.
Lo dijo la ONU, la OMS, el presidente: el 90 por ciento de las vacunas se concentran en diez países, mientras 130 países todavía no dieron ni una dosis. Diría que la desigualdad es más vieja que la injusticia, pero se me rompió la metáfora. Ya hablamos de desigualdad sanitaria (N21P06) y de la esperanza del COVAX (N02P04).
Un estudio de Northeastern University modeló dos escenarios contrafácticos de vacunación en 2020, uno “cooperativo” y otro “no cooperativo”; el primero duplicó las muertes evitadas.
Canadá ya compró dosis para inmunizar cinco veces a su población; Estados Unidos, Reino Unido, la Unión Europea, Australia, Nueva Zelanda y Chile tienen el doble de lo que necesitan. Africa (1216 millones de habitantes) recibió tres millones de vacunas. “La pandemia no terminará en ningún lugar hasta que no termine en todas partes”, dijo Tedros Adhanom, de la OMS. Cualquier brote puede mutar y hacer inútiles las vacunas. “Acapararlas es contraproducente”, dijo Gavin Yamey en Nature.
Está el temita de las patentes; se volvió a discutir una exención temporaria en la OMC, y Estados Unidos, Europa y China la rechazaron. “La industria farmacéutica tiene la responsabilidad de compartir la propiedad intelectual obtenida con apoyo de los gobiernos para permitir a los fabricantes de todos los países el acceso a las vacunas para todos, que deberían considerarse un bien público mundial”, dijo la OMS.
En un apartheid hay ciudadanía de primera y de segunda. “Surgen dos clases: la vacunada y la no vacunada”, dicen Melissa Fleming y John Whyte. Ya llegan los “pasaportes de vacunas”.
La serie It’s a sin recrea los primeros años del SIDA. Está ambientada en Londres; las víctimas son jóvenes británicos, blancos, de clase media. Al final, un personaje cuenta lo que vio en Nigeria: “Cientos de mujeres y niños encerrados, abandonados a la muerte”.