No tengo una referencia específica de esta semana para esta palabra. Es omnipresente. La dicen mi madre, mi padre, todes les conductores de radio, atravesando todo el arco político.
Una palabra que está en todas partes no mira de frente, pero una vez me miró fijo y ya no pude no escucharla. Fue en 2019, durante la primera charla del ciclo Épica – Escuela de Activistas, organizado por el Centro Cultural de la Cooperación. Ahí escuché por primera vez a una activista antirracista afroargentina. Luanda Silva -música y mc- habló de su militancia casi obligada, y entre muchísimas otras cosas explicó cuán ofensiva resultaba la palabra “quilombo” para su comunidad. “La utilizan tan mal constantemente, como si fuese un desorden. Quilombo eran los lugares donde nuestres ancestres esclavizades se escapaban de sus amos y formaban revolución. Nosotres juntes [señalando a quienes la acompañaban] somos quilombo. Nada que ver con lo que ustedes hablan de lo que es el quilombo. Así que dejen de usar esa palabra. Hay un diccionario de africanismos, se los recomiendo”.
Y nunca más pude usarla. Sé que la lengua la hacemos al hablar, en el uso, y que la etimología no es destino; que el uso habitual de la palabra como “desorden”, “caos” o “problema” no conlleva la conciencia de insultar a la comunidad afro. También sé que tuvo un uso intermedio para “prostíbulo”, todavía más insultante; la Wiki explica esa deriva. Pero ya no puedo usarla, no puedo desescuchar lo que escuché. Si, como asegura Voloshinov, la lengua es un campo de batalla por el sentido, “quilombo” hoy es un signo vivo, en plena pelea. De hecho, es el que eligió un colectivo de jovénes afroargentinos para nombrarse: Alto Kilombo. “Hay gente que piensa que es mala palabra y no, en realidad significa resistencia”, señalan.