“Mujer muere tras ser sometida por policías en Tulum”. Ese título, con variantes mínimas, empezó a circular por redes sociales el domingo a la noche. En las primeras horas del lunes estaba en los portales de México (aquí El Universal, El Informador, La Jornada) y otros de habla hispana (aquí El Mundo, BBC Mundo, Deutsche Welle, Infobae). Muere tras ser sometida.
¿De quién podríamos decir lo contrario? “Muere sin haber sido sometida jamás”. La gente muere tras tantas cosas, sometimiento, trabajo, alegrías, panzadas, fogones, marchas, estudio, trámites, aburrimiento, cosquillas, dolor, chistes. Pero en este caso, esta mujer no murió tras ser sometida sino durante el sometimiento. Murió con la rodilla de un agente policial en su espalda y gritando que no podía respirar, como George Floyd, el hombre cuyo asesinato encendió la chispa del Black Live Matters en mayo pasado. La autopsia encontró que tenía la columna rota. Decir “murió” es quedarse un poco corto.
Tres días tardó Deutsche Welle en usar la palabra “asfixiada”. Fue cuando ya se sabía que la víctima de la brutalidad policial mexicana era Victoria Esperanza Salazar, una ciudadana salvadoreña de 36 años, madre (“soltera”, destacan) de dos hijas, que tenía status de refugiada y trabajaba legalmente en Tulum.
Fue una policía mujer la que clavó su rodilla en la espalda de Victoria y ejerció una fuerza “desproporcionada, inmoderada y de alto riesgo”, según palabras de la fiscalía de Quintana Roo, hasta que ella dejó de gritar. No sé por qué este dato me da más frío.
“Ellos sometieron demasiado a mi hija, le torturaron en pocas palabras. Ahí se oye cuando ella grita. Yo creo que fueron los últimos gritos cuando le quebraron el cuello y le quebraron muchas costillas. Yo pienso que como seres humanos nadie merece esta muerte”, dijo Rosibel Emérita Arriaza, madre de Victoria, a Amnistía Internacional. Demasiado. Más de lo normal, lo que una mujer migrante está acostumbrada a soportar.