“Anarchivismo es un neologismo que designa el des-ordenamiento de –o la voluntad de desordenar–un sistema clasificatorio en el que hoy se realiza, de manera sutil pero eficiente, la dominación”, dice Pablo Aravena Núñez en su reseña de Anarchivismo. Tecnologías políticas del archivo, de Andrés M. Tello (de 2018, llegué ayer por esta charla entre Tello, Daniel Link y Diego Bentivegna). Este fragmento circula online (¿la contratapa?): “El anarchivismo es la pesadilla del orden actual. Los aparatos gubernamentales y la banca internacional, los servicios de inteligencia y las agencias de seguridad, las empresas de software y las compañías transnacionales, los grandes inversores y la ciudadanía dócil, todas ellas, todos ellos, yo mismo, parecemos trazados por el pincel de Goya soñando con la organización político-económica de los registros. (…) Esta pesadilla recorre la historia occidental desde mucho antes que las tecnologías de archivo buscasen organizar la red informática mundial. Por lo tanto, habría que precisar: el anarchivismo es la pesadilla de todo orden social que se pretenda vigente, en una época y en un lugar determinado”.
“Todas nuestras existencias son archivadas por el Estado, estableciendo unas marcas de archivación que hemos ido asimilando como los momentos de lo que podríamos llamar nuestra ‘verosímil vida’”, dice Aravena Núñez. “Nosotros mismos venimos contribuyendo (si no deseando) a la archivación de distintos momentos de nuestros trayectos cotidianos”. Cierra: “Si el anarchivismo es fundamentalmente la actividad de desordenar, desclasificar, compartir, liberar el acceso a todo y de todo lo archivado, me atrevería a proponer la práctica de la archivación como posibilidad de acceso a la diferencia del pasado en un tiempo en donde el pasado se apila, pero sin recurso a la historia ni la memoria”.
Arañando las cuatrocientas palabras, pienso si, como sugirió Graciela Goldchluck, no estaré intentando algo por el estilo. No sé si archivo o anarchivo.