¿Cuántas veces escuchamos el relato de barrilete cósmico? No digo en estos días, ¿cuántas veces en la vida? Cómo puede ser que hasta quienes no somos gente de fútbol tengamos tatuada cada inflexión de esa voz en el cerebro como una canción que fue hit todos los veranos. A mí me impresiona cómo la potencia de la belleza desencadena lo imprevisible. Porque nada de eso estaba preparado: el relato irrumpe, como irrumpió el gol. Brota y el propio relator no sabe lo que está diciendo: es la puesta en acto del viejo mito del artista como médium. De un pelotazo se abre una puerta escondida y saltan esas palabras que le cambiarían la vida a Víctor Hugo; él mismo las mira sorprendido, enseguida pide disculpas por lo que llama un desborde, una falta de profesionalismo. El acontecimiento, decía Badiou, según nos enseñó Ricardo Coler (no estoy segura de que el concepto sea exactamente ese, dejame soñar). A veces siento que esas cosas, las imprevisibles, las del presente perfecto, son las únicas que valen. El alboroto de la sangre. Pienso (perdón) en una escena de la novela Lejos de Frin donde Luis Pescetti se toma cuatro páginas para describir cómo un chico tira pochoclos por el aire de pura felicidad incombustible. La experiencia de lo real. Cosas que pasan. De vez en cuando, algunas cosas nos pasan.