Pero qué afortunades fuimos.
Me voy a permitir ponerle espacios a estas palabras que escribió de corrido Gabriela Cabezón Cámara el miércoles. Espero de corazón que no le moleste.
Jugabas con todo, como quien
baila la fiesta más esperada, la
del final de la guerra, la de la cosecha, la de
la prosperidad de los siempre postergados,
Diego;
bailabas
una fiesta que hubiéramos querido interminable porque ese genio cachorro de tu arte, Diego, esa alegría
fuerte
de tu cuerpo danzante, de tu boca ingeniosa, de tus patas con ansias de justicia, de tu cuerpo
de baile de milagro, Diego, nos incendiaba
el cuerpo,
y nos unías,
nos fundías en un cuerpo ardiente a todos
juntos, Diego, en tu alegría
que era la nuestra, la del artista del pueblo.
Y
todo eso que hacías en la cancha
que no era necesario, que era
puro lujo,
Diego,
nos hacía
un pueblo que largaba todo para ponerse a bailar. Eras
un lujo, Diego, y un zarpe.
Un pliegue
de la vida dura que albergaba la fiesta y se aferraba ahí,
porque cuánto cuesta vivir, Diego,
y cuánto morir y cuánto
tocar el cielo con las manos y que se te llene todo
de caranchos. Te atravesaba un río, Diego, te atravesaba
un río:
el de los artistas grandes, el de los que no se ahorran nada, el de los que se brindan
hasta romperse, Diego, el de los que pueden
crear una fiesta del pueblo
porque son el pueblo, Diego, y por eso
la fiesta y por eso
brindarse hasta el final y por eso
el delirio, Diego: a los pueblos
no nos gusta la austeridad. Te atravesaba
un río, Diego, un imposible Riachuelo cristalino, y a veces
te llevaba al mar, te maremoteaba, te partía de un tsunami y
qué desastre, Diego, que tristeza
era verte desastrado, saberte roto y a veces
peor,
rompedor,
qué tristeza
las estrellas estrelladas.
Te lloramos, Diego, estamos llorando
porque queremos ser ese pueblo mojado y feliz de bailar con vos otra vez.