“La derrota refuerza la fama de gafe de Carlos Menem” fue un título el 8 de junio de 1990 de El País de España. La derrota era contra Camerún, bastante parecida a la que sufrimos en Qatar con Arabia Saudita, hecho que volvió a instalar la idea de “mufa” en los discursos, amplificados, viralizados y acelerados por redes virtuales que ni se vislumbraban en Italia 90.
En la Argentina usamos el término “mufa” para referirnos a personas que traen mala suerte. También hemos incorporado el adjetivo (“mufada/o”) y el verbo (“mufar”). Estas derivaciones morfológicas son interesantes porque muestran que, más que la palabra, lo que vale es el acto de utilizarla, de designar públicamente a alguien “mufa”. No es una acusación moral, porque la persona no es responsable de su supuesto efecto, pero sí culpable y recriminable. Y así empiezan las inconsistencias racionales y canallas de una trama que muestra “el lado oscuro del lenguaje”, como señalaba Paolo Fabbri, y también su poder.
Si bien las redes sociales favorecen la expansión de estas acusaciones, los mecanismos de difamación son viejos como el mundo. En 1909 se estrenó en Buenos Aires Jettatore de Gregorio de Laferrère, un vodevil en el que se exponían todos los elementos del mundo de los yetas. Si hacés una predicción de la Scaloneta hay que decir “anulo mufa” para estar a salvo. En Qatar #Macrimufa fue tendencia, con decenas de miles de menciones, y el influencer Chapu Martínez fue víctima de un huracán de violentos mensajes por haber presenciado el partido. ¿Superstición popular o estrategia de desprestigio?
La acusación circula a mucha velocidad y se instala con gran éxito como creencia, sin ningún fundamento. Como señala Emilio de Ipola en La bemba -referido a los rumores que circulan en cárceles- son “frases efímeras, frágiles y sin embargo irresistiblemente seductoras”. “Que las hay, las hay”. Sinceramente, ¿quién se resiste a sonreír o a compartir, sobre todo cuando las personas acusadas no son de nuestro agrado?
Por Cecilia Sagol