9. Bangladesh

“¿Cómo es que nos quieren tanto en Bangladesh? Nadie nos quiere”, lanzaba con tierna y justa incredulidad Lala Toutonian en Twitter después de los festejos que se viralizaron tras la victoria con México. Quizás lo habíamos olvidado –por esa latencia intermundiales–, pero no es novedad el fanatismo del país asiático por nuestra selección, mayor que por la suya, aunque, claro, el deporte nacional bengalí es el cricket. Desde entonces, los volvimos a ver copar las calles, vestir camisetas argentinas, gritar y llorar nuestros goles.
Casi todos coinciden en que el origen de esta pasión comenzó con la célebre victoria de Argentina a los ingleses: por devoción a Diego, por identificación con el (tercermundista) país vencedor o por semejante odio por el vencido (Inglaterra). Desde su envío en Cenital, Fernando Duclós (@periodistan) intentó indagar sobre este fanatismo y pasión a más de 17.000 kilómetros de la Argentina. La respuesta se la sugirió la historiadora Valeria Carbone: “Es hora de que los goles de Maradona frente a los ingleses en 1986 empiecen a ser considerados como un hito histórico en los procesos de descolonización”. De ese modo, “millones de personas en todo el planeta le otorgaron un significado local a la derrota británica”. Visto así, no se trató sólo de un partido de fútbol, sino “un gigantesco acontecimiento político, social y cultural”. Después de nueve mundiales, el fenómeno no se extingue. “Mi padre me introdujo al fútbol argentino, él era estudiante en 1986 y en ese momento la televisión color era muy rara en Bangladesh. Vio a Diego Maradona y se hizo fan inmediatamente”, le contó a Télam un estudiante de 20 años que alienta a la Selección desde Netrokona, al norte de Bangladesh. La camiseta como legado de padres a hijos. Y la imagen color como experiencia iniciática. Mientras la imagen de Qatar se confunde con una maqueta, una nueva “comunidad imaginada” hace de las suyas y propone identificación y amor inauditos entre un país asiático y uno sudamericano: un verdadero barrilete cósmico.
Por Natalia Ginzburg