El año en que los lugares comunes revalidaron sus títulos. Frases gastadas como “lo primero es la salud” tomaron otra dimensión. También, avanzando el año, vimos poner en escena combates como “salud versus economía”, o “salud física versus salud mental”. Se llegó a hablar de tiranías de la salud, de gobierno de médicos, hasta de la famosa infectadura, dictadura de la infectología.
Algo de eso me trajo el recuerdo de mi profesora de filosofía del CBC, Mónica Cabrera, de quien escuché por primera vez la idea del derecho a elegir la enfermedad o hasta la muerte, de la salud como imperativo casi fascista. Foucault, por supuesto. El punto es que la argumentación se complica cuando entra en la discusión lo público; la difícil noción de salud pública, en este caso. Nos cansamos de escuchar que lo del virus no es personal: el virus solo busca huéspedes para circular. Es complicado pensarse como huésped involuntarie, conjunto de células; ofende un poco nuestra frágil subjetividad. Cuesta entender con el cuerpo que retirar los símbolos universales de confianza, como el dar la mano o el mirarse a cara descubierta, no implica una animosidad hacia la otra persona, sino a los microorganismos que podamos portar. Por algo uno de los puntos clave de esta reeducación corporal estuvo en reinventar el saludo. Saludar: desear salud, presentar respetos. De lejos. Se precisa un poco de humildad como especie. No es que sea fácil.