Hace años un amigo me dijo: el Amazonas es una autopista.
Lo mismo pasa con el Paraná y el Paraguay, rebautizados para fines comerciales como “la Hidrovía”: “un corredor natural de transporte fluvial de más de 3.400 kms.”, que “permite la navegación entre los puertos de Argentina, Brasil, Bolivia Paraguay y Uruguay”. Este nombre se mimetiza con Hidrovía S.A., una empresa con la concesión de 820 kilómetros navegables, desde Confluencia (Corrientes) hasta Montevideo.
Cada año, 4600 barcos mueven 125 millones de toneladas por el Paraná. Llevan granos, traen repuestos. ”Por ahí respiran el país productivo y el agronegocio”, dice Diego Genoud. “De ese puente con el exterior depende casi por completo el ingreso de dólares”.
Una autopista hay que mantenerla: dragar 33 millones de metros cúbicos, algo solo comparable al Mississippi o al río Amarillo de China (los dos, de gestión estatal). Aquí el dragado lleva 25 años en manos de la empresa belga Jan de Nul, y el balizamiento, de la argentina Emepa, de Gabriel Romero. Esa concesión, creada en 1995 por Carlos Menem y prorrogada por Cristina Fernández, factura 200 millones de dólares por año en peajes al 80 por ciento de la exportación agrícola argentina. Y vence el próximo 30 de abril.
En agosto, el presidente había anunciado que se crearía una empresa estatal para manejar la hidrovía junto a las provincias involucradas. Pero en noviembre, un decreto autorizó a volver a llamar a licitación; esta semana, el ministro de Transporte, Mario Meoni, dijo que los pliegos estarán en diez días. Dice Iván Schargrodsky en su newsletter OffTheRecord que en el medio “pasó algo que nadie sabe precisar del todo bien”.
“Los beneficios directos de la Hidrovía son primordialmente económicos y se concentran entre un número relativamente pequeño de actores, mientras que los costos ambientales se harán visibles a futuro y se distribuyen entre la población local más vulnerable”, asegura un informe de Wetlands International. La Ley de Humedales sigue esperando.