Hace años soñé que viajaba en un colectivo durante horas y horas. Me acercaba a preguntarle al chofer si faltaba mucho, y me decía: “Mañana vas a ver las cúpulas doradas de Jerusalén”.
Ya llegaré un día. Su nombre, hebreo (יְרוּשָׁלַיִם) significa “casa (o ciudad) de la paz”; en árabe Al-Quds (القدس) es “lo sagrado”. La pispeo en relatos, fotos, series: Shtisel representa los barrios judíos; Transparent y The honourable woman recrean, también, los pasos a Cisjordania, y más allá.
Ignacio Rullansky -a quien cita Fernando Bercovich en su Trama Urbana de ayer– define a Jerusalén como “ciudad multi-fronteriza”. “Michael Dumper y Wendy Pullan explicitan en la tesis multi-fronteriza que los bordes de Jerusalén no están solo sujetos al cambio, a jurisdicciones contradictorias y paralelas, y a niveles variables de legitimación y reconocimiento, pero también que la ciudad misma está atravesada por fronteras blandas y permeables que representan enclaves diferenciados demográficamente y funcionalmente”, dice en su tesis de maestría. “Apunta a que la planificación urbana sirve para intensificar la segregación espacial de la población”, señala Bercovich. Cita a Rullansky: “Un ejemplo es el tranvía que recorre Jerusalén Oeste, que también atraviesa el este, pero ahí sus paradas son selectivas y pasa solo por uno o dos barrios árabes, y porque no tiene otra opción que hacerlo. No conecta el este con el oeste, sino que conecta el centro político-financiero de la ciudad con los asentamientos judíos que están en el este. Por eso para la gente que vive en los barrios árabes es mucho más difícil llegar al centro”.
El verano pasado leí la ¿novela? gráfica Crónicas de Jerusalén. El autor, Guy Delisle, vivió un año en Jerusalén Este, el área árabe; mientras su esposa trabajaba en Médicos Sin Fronteras, a él le tocó cuidar a sus hijes. Dibuja sus paseos, y el asombro que le causa descubrir que en Jerusalén Oeste hay mejores jardines de infantes, plazas con juegos, supermercados con buen stock de pañales.