Leemos con mis hijas el Diario de Pilar en Amazonas. Les cuento que una vez, hace mucho, yo también viajé por el río en un barco lleno de hamacas, igual que Pilar, y hasta vi un delfín rosado; les hablo del açai y de la selva. Y unos días después, la más chica dice: quiero ir al Amazonas. Se me atraganta la cena.
Fue, creo, la noticia de la semana. Según publicó el miércoles Nature, el Amazonas, tantas veces llamado “pulmón del planeta”, ahora es una fuente de dióxido de carbono: emite tres veces más del que absorbe.
Dicen les autores del estudio que este cambio que sufre la selva tropical más grande del mundo está directamente relacionado con la deforestación y el cambio climático. Encontraron que la región que más carbono emite es la parte oriental del Amazonas, la más deforestada y que más incendios ha sufrido. La mayor parte de los incendios son intencionales: buscan desmontar para sembrar soja y criar vacas. La región sureste, que se deforesta desde hace cuarenta años, actúa como una fuente de carbono neta; los incendios reiterados extendieron su estación seca, y la sequía crónica promueve más incendios. Los efectos ya se están viendo en la bajante (N43P07) histórica del río Paraná, que tiene a todo el litoral argentino sufriendo estrés hídrico (escasez de agua para uso doméstico), además de las consecuencias para la industria y el agro. Es tan grave que el gobierno acaba de crear un fondo de emergencia hídrica de mil millones de pesos para asistir a las localidades afectadas.
¿Cómo le digo a mi hija menor que esa selva que le describí, que yo disfruté, quizás ya no exista más? Me da vergüenza; es una falla de responsabilidad intergeneracional (N13P07). El fin del turismo es lo de menos. Necesito una palabra para los lugares en extinción, no en peligro sino en extinción activa ahora mismo.
Un tuit que ahora no encuentro decía algo así: “Debe haber sido divertido ser veinteañere en los 2000, tenías tiempo de pasarla bien y tener bebés antes de que el mar se prendiera fuego”.