La palabra microchips, o superconductores, estaba pidiendo pista hace rato: la encuentro ya en los borradores del número 31, del 3 de abril. Bloomberg titulaba entonces: “Cómo la escasez de chips ha afectado a todo, desde los teléfonos hasta los coches”. Vuelve en los borradores del número 44, del 11 de julio, y también de la semana pasada. El tema ya lleva casi un año de arrastre e insistencia. El viernes 20 Kamala Harris, vicepresidenta de Estados Unidos, dijo que la crisis de escasez la cadena de producción de microchips es “muy real”. Lo dijo mientras viajaba a Asia, la zona de donde proviene la mayor parte de los chips del mundo. Es una industria muy concentrada: el 80 por ciento de la producción viene de Taiwán, y no este país no está pudiendo cubrir el aumento de la demanda. Al parecer, se combinó un aumento en la demanda con los efectos de una sequía o el llamado “efecto papel higiénico”: muchas empresas compraron de más para abastecerse de microchips de cara a un hipotético escenario de escasez, que por supuesto provocaron con ese mismo gesto.
Es lo que desde hace un tiempo la prensa económica llama “chipagedón”: un apocalipsis de los chips (que no de los chipás). Todo lo que tenga componentes electrónicos, de celulares a autos, lleva microchips: en un muchos casos, Y ya desde enero, la industria está enfrentando retrasos y suspensiones por culpa de la escasez de chips. El 19 de agosto, Toyota comunicó que en septiembre reducirá su meta de producción en un 40 por ciento. Esta crisis viene a cuestionar al modelo de producción globalizada, y pone en primer plano los riesgos de importar de bienes estratégicos. Hace un tiempo, Biden anunció una inversión de 50 mil milllones de dólares para construir capacidades de cara a esta industria y disputar el liderazgo con China.
Les especialistas reportan un “desajuste insalvable entre oferta y demanda”, que puede prolongar la falta de stock hasta 2023. ¿Y cuáles son los efectos? Demoras: ralentizar un poco la rueda del consumo.