El lunes interrumpió el rifirrafe de la vida la noticia de la muerte de una querida compañera querida, Elizabeth Lerner.
Dice Benedetti: “La muerte es tan práctica: no hay otra forma de achatar el tiempo” (cito de memoria, era una frase que tenía copiada en una agenda en otro siglo). Lo cierto es que la muerte tiene la virtud de pausar por un ratito el cotidiano. Exige tiempo. Es un rato cada vez más corto, porque cada vez se estilan menos los funerales, los rituales necesarios del dolor, de los cimientos del recuerdo que va a tomar el lugar de la persona querida.
Con Elizabeth fuimos compañeras del CBC por partida doble: como estudiantes, allá cerca y hace tiempo (pero qué es el tiempo), y como docentes, comenzando el mismo año, hace ya muchos (pero qué son los años sino la acumulación de cuatrimestres). Eli leía, escribía y enseñaba. En aquel primer cuatrimestre compartido en otro subsuelo leí su primera revista literaria, Phobia.
Escribía Eli en abril:
“[Declaración de amor o de otro año más]
Empecé a las 14 y terminé a las 19, de corrido. No es mucho en tiempo real pero bastante en tiempo docente. Hoy me acordé de todo. De por qué estudié. De por qué la docencia como oficio y forma de ver el mundo. Hoy empezó el CBC, esa línea de trincheras entre el Secundario y la Universidad. Hoy empezaron las clases y recordé que estar en el aula es un acto de memoria: de quién soy, de por qué estoy, sigo estando. De por qué pública, de por qué gratuita, de por qué la UBA, siempre y a pesar de todo. Me olvidé de mí mientras hablaba a esas 50, 60 personas enmarcadas en rectángulos, en mi pantalla. Memoria del amor de tantos años. Memoria de mí, palmada en el hombro y recuerdo, acto de nunca olvidar dónde está (siempre) el corazón”.
Escribía Eli en 2018:
“(…) Soy un lugar común. Un punto en un mapa. Algo. Un día voy a ser el viejo y sus piernas que aún se mueven. Y el cielo. Voy a ser todo eso, desgajada en nubes rosas, fucsias, azules.”