En torno a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires se alumbró un Manifiesto Virtualista Radical. Buen nombre, ya pueden sus plumas trabajar en publicidad.
Dice: “Los virtualistas incluimos la presencialidad, los presencialistas excluyen la virtualidad. El virtualismo incluye y el presencialismo excluye, porque el virtualismo pretende una educación híbrida y de modalidad optativa en la que la presencialidad está considerada, mientras que el presencialismo busca obligatoriedad y por lo tanto anula la opción virtual.” Muy notable que se invente rápidamente no solo un movimiento virtualista sino también a su némesis “presencialista”. Fábrica de identidades on demand. “Los presencialistas puros son retrógrados, oscurantistas y anacrónicos, porque buscan obligar. (…) Los amantes del ladrillo son los que quieren obligar a los virtualistas a presenciar. Los virtualistas, por el contrario, no quieren obligar nada a nadie. Solo queremos integrar, expandir, incluir, democratizar.” O sea que los presencialistas son “puros”, y los virtualistas tienen opciones. Se envalentonan: “¡Virtualismo o barbarie presencialista!”. Y luego: “El derecho a la inmovilidad es el derecho del futuro”. Aunque está en plural, lo firma Chino Segundo Zepeda.
Cada palabra carga historia. Guzmán Marín publicó el libro Virtualismo en 2001, apoyado en Matrix (“¿Vivimos en una realidad virtual?”). En marzo de 2020 se hablaba de virtualistas como una especialidad médica digital. Un docente colombiano, José Giraldo Ovallos, lanzó otro Manifiesto Virtualista hace un año. Y hace tres semanas, Julián Fernández Flores publicó en España la revista El Virtualismo otro manifiesto, para el arte: “La pandemia dio a luz al virtualismo, caracterizado por la búsqueda de adaptación al aislamiento apoyándose en la digitalización”.
Una cosa es adaptarse al aislamiento y otra es elegirlo.
Más allá de provocaciones, la conversación acerca de qué se gana y qué se pierde de cuerpo presente recién arranca.