Mis hijas tienen un libro que se llama Artsardam, de Patricia Iglesias Torres. Habla de una madrastra que se escapó de los cuentos, harta de hacer siempre de mala, y razona: “si una madrastra era la suplente de una madre debía investigar qué era ser ‘una madre’”. Y entonces viaja, y recorre un inventario de mamás. Dice:
Así descubrió que existen:
Madres muy jóvenes y madres muy viejas.
Madres que compran de todo y madres que no tienen qué comprar.
Madres que cocinan y madres que piden delivery.
Madres que se olvidan de sus hijos y madres que nunca olvidan. [ilustrado con pañuelos blancos]
Madres que abrazan mucho y madres que pegan demasiado. (…)
Madres que dicen la verdad y madres que mienten (…)
Madres que critican y madres que alientan.
Madres que tienen miedo y madres valientes.
Madres que cruzan el océano para salvar y madres que ahogan con la mirada.
Madres presentes y madres desaparecidas
Madres que escriben poesía y madres que borran páginas.
Madres que mueren y madres que están vivas.
Nunca puedo leérselos sin llorar.
Tiene un efecto desanudador, algo de la realidad múltiple más allá de los mandatos. Quizás sea la potencia aperturista del glitch: solo desarmando el ideal de la madre de tarjeta de cartón se puede empezar a disfrutar la madre que haya.
En otro libro para niñes muy hermoso, Lejos de Frin, hay un chico que tiene una mamá que no lo quiere. Así de simple y de doloroso. Es su madre y lo trata mal, no lo cuida, no lo quiere. Pienso seguido en cómo Luis Pescetti se mete a contar eso, y cómo lo resuelve: el nene busca -y encuentra- amor. Algo similar cuenta Matilda, de Roald Dahl. Y otra vez, la falla como oportunidad: si se puede sobrevivir a eso, se puede todo.
Y si hay madre/hijes y hay amor, en la forma que fuere, no es poco. Vale festejar.