“Me caigo, me caigo, me voy a caer”, decía Álvaro Carrión, el protagonista de El corazón helado, cuando sentía la Tierra girar bajo sus pies al mirar a Raquel Fernández Perea. Decía, también, que nunca se había sentido más vivo.
El muerto al hoyo y el vivo al bollo, le decía su amigo Fernando a Álvaro.
Hubo un año en que llevé a mis hijas a natación cada sábado a la mañana. Tenía una hora para mí, entre el vapor caliente que se condensaba y mojaba las sillas. Ahí leí, durante diez meses, una hora por semana, El corazón helado (recién el final violé las reglas de mi propio juego y me abalancé en casa). Pasaron varios meses hasta que me di cuenta de que les había ido asignando a las personajas de la Guerra Civil Española las caras de las maestras de natación. A todas menos a la principal, Raquel Fernández Perea. Descubro ahora, azorada, que siempre tuvo para mí la cara y el cuerpo de la actriz española Ariadna Gil, la protagonista de la película Malena es nombre de tango: otra protagonista de Almudena, fuerte, caótica, deseante.
El corazón helado comienza con un entierro. Parece mentira que la vida nazca, y parece mentira que termine. Siempre me pareció inverosímil Almudena Grandes, tan grande que en plural: ¿cómo va a ser que una mujer tenga tantos universos en sí, y los expanda y los comparta? Tantas almas, tantas penas, tantas alegrías, tantas contradicciones, tanta risa, tantas crueldades, tantos deseos (Lulú, por favor). Tanta variedad de matices de la emoción.
Leo que el nombre “Almudena” es árabe: “proviene de la palabra «al-mudayna», que significa «ciudadela», y que era el antiguo recinto militar amurallado que ocupaba la colina sobre la que ahora se asientan la Catedral y el Palacio Real de Madrid”. Corazón de Madrid. Ciudadela. Y a mi oreja le suena más bien Al mundana, invitación al mundo, Al mudanza, en cambio constante.
Siempre al bollo, siempre a la verdadera vida.