El mito más difundido de la lingüística de café dice que los esquimales tienen cincuenta palabras para la nieve, siguiendo de manera capciosa las huellas de menciones de Franz Boas y Benjamin Whorf. Si bien esto ha sido copiosa y fundadamente refutado (empezando por la idea de que exista algo así como una lengua esquimal), el mito anda. Será que el cuento que cuenta nos interesa.
¿Cuántas formas tiene la lengua selk’nam de nombrar la nieve? ¿Y la yagán? ¿Cuántas para lluvia, llovizna, garúa?
El Pequeño Diccionario del Idioma Fueguino – Ona que compiló el misionero salesiano José María Beauvoir en 1900 (que años después rebautizó como “shelknam”) refiere josh para nieve, y kijav para copo de nieve. Pero hay tres para llover, tkaan, kalué y chalwen; Beauvoir no relevó (o no reveló) los contextos como para indicar los matices entre ellas. También hay dos para lloviznar, ouken y pahalay, y otras dos para lluvia, chalun y hourr, y otra distinta para lluvioso, kewkayeun. Agua es chown, pero “agua caer a gotas” es karskrsehaunovian, y “agua llover” es chowen. “Viento con lluvia” es kohecher. Granizo es shohor, pero también está johosh, “granizo de nieve”, ¿será aquello que hoy llamamos aguanieve? Aunque es imposible comparar una tormenta con otra (no es tormenta lo que quiero decir, ¿cuál es la palabra genérica para tantas formas de precipitación?)
Vengo de una ciudad en la que nieva una vez por siglo: supe de la aguanieve en Tierra del Fuego. Hay que afilar el ojo para reconocerla. Es más blanca que la garúa, más finita que el granizo, más veloz y tenue que la nieve.
(¿Por qué aguanieve y no lluvianieve?)
Más lo pienso y más absurdo me resulta tratar de encajar en categorías discretas semejante continuum entre líquido y sólido, translúcido y opaco. Una frontera impalpable.