“El monje Juan Casiano, en un escrito del siglo V, es el primero en llamar la atención sobre la condición psicológica de muchos monjes en Palestina, Siria y Egipto en los primeros días del cristianismo, una condición que él llamó acedia (griego: akedia, indiferencia, falta de cuidado). Era un estado de letargo permanente, incapacidad para concentrarse en los objetivos de estudio o culto, agotamiento mental y espiritual, apatía, melancolía, letargo, dispersión o extravío del pensamiento. Evagrio Póntico llama a la acedia el ‘demonio del mediodía’, porque era al mediodía, con el sol alto e inmóvil, cuando los monjes estaban más inquietos en sus celdas, el día parecía durar 50 horas y sus vidas parecían no tener sentido. Casiano atribuyó la acedia a las condiciones monásticas de aislamiento social, encierro espacial y silencio monástico, una enorme privación que contrastaba con la inmensa tarea de acercarse a Dios. Posteriormente, la acedia se convirtió en uno de los siete pecados capitales, la pereza. Pero siempre fue mucho más que eso. Hoy será fácil asimilar la acedia al burnout, a la depresión, como en un período anterior se asimilaba al hastío. Pienso que tales designaciones, aunque correctas en sí mismas, son sólo la superficie del contexto en el que hoy es pertinente hablar de acedia. En mi opinión, la acedia es uno de los síntomas de esta nueva era, diferente según contextos y grupos sociales, condición que muchos sufrirán y que otros aprovecharán. No se trata de una época totalmente nueva (si es que eso era posible), sino de una acentuación cualitativamente diferente de las tendencias que se venían acumulando desde mediados del siglo pasado. (…) Esta transformación es epocal y reside existencialmente en la forma en que la pandemia externa se va metamorfoseando en pandemia interna. Los estratos más jóvenes quizás estén viviendo esta transformación con mayor intensidad. La acedia es la expresión de la dificultad de esta transformación.”
Boaventura de Sousa Santos, en La Diaria.