Suena a tabú: ver una guerra desde lejos puede ser entretenido. Si no, ¿qué sentido tendrían las películas bélicas? Lo marcaba McEwan en la columna de The Guardian: “A pesar de toda nuestra pena y angustia, nuestro estatus de espectadores [onlookers] es un lujo. Hemos disfrutado momentos de alivio ligero y payasesco cuando granjeros que se ríen en sus tractores roban un tanque (…). Por ahora, en Occidente, los pensamientos se centran principalmente en castigar a Rusia. Los símbolos nos preocupan. Un director de orquesta es despedido de sus funciones en Edimburgo y Munich. Los partidos de fútbol están cancelados. Los yates de los oligarcas han sido incautados.”
Hay acción, hay narrativa y hay palabras viejas/nuevas. Una es “convoy”: durante días se habló de un “convoy ruso de 60 kilómetros de largo” que se acercaba a Kiev. Me lleva -en mi ignorancia- derechito al imaginario de vaqueros y diligencias; a cuando la guerra era un juego. Un convoy de cowboys.
“1. m. Escolta o guardia que se destina para llevar con seguridad y resguardo algo por mar o por tierra”, dice la RAE. “2. m. Conjunto de los buques o carruajes, efectos o pertrechos escoltados.”
Justo antes de esta guerra se hablaba del “Convoy de la libertad” de los camioneros canadienses antivacunas.
No se entiende bien por qué el famoso convoy que asediaba Kiev no avanzó. “A pesar de todo lo que se dice de un ejército ruso modernizado, los soldados rasos parecen ser tratados como siervos. Esa temible columna en las afueras de Kiev puede estar reagrupándose y preparándose para atacar o puede ser un emblema de todo lo que ha ido mal en el lado ruso. Con sólo cinco días de suministros asignados a cada vehículo, las tropas pueden estar hambrientas, sedientas, faltas de combustible y, lo que es más importante, de motivación para matar a otros eslavos. Pronto sabremos cuál de las dos opciones es”, decía McEwan.