“Las primeras palabras que escribió Sara en aquel cuaderno de tapas duras que le había dado su padre fueron río, luna y libertad, además de otras más raras que le salían por casualidad, a modo de trabalenguas, mezclando vocales y consonantes a la buena de Dios. Estas palabras que nacían sin quererlo ella misma, como flores silvestres que no hay que regar, eran las que más le gustaban, las que le daban más felicidad, porque sólo las entendía ella. Las repetía muchas veces, entre dientes, para ver cómo sonaban, y las llamaba ‘farfanías’. Casi siempre le hacían reír.
-Pero, ¿de qué te ríes? ¿Por qué mueves los labios?-le preguntaba su madre, mirándola con inquietud.
-Por nada. Hablo bajito.
-¿Pero con quién?
-Conmigo; es un juego. Invento farfanías y las digo y me río, porque suenan muy gracioso.
-¿Qué inventas qué?
-Farfanías.
-¿Y eso qué quiere decir?
-Nada. Casi nunca quiere decir nada. Pero algunas veces sí.
-Dios mío, esta niña está loca.
Sara fruncía el ceño.
-Pues otra vez no te cuento nada. ¡Ya está!”
Carmen Martín Gaite, Caperucita en Manhattan (Siruela, 1990).