A la nueva ministra de Cultura de Chile, Julieta Brodsky, le están regalando una bomba de tiempo: la Fundación Neruda le pide fondos para mantenerse. Fernando Sáez, el director ejecutivo, alega que perdieron financiamiento por “tres campañas muy fuertes contra Neruda”. Según cuenta Antonia Labode en El País, fueron “desatadas en los últimos años por la violación que el autor confesó en su libro póstumo de memorias; el abandono en el que tuvo a su hija Malva Marina, nacida con hidrocefalia, y la revisión feminista de poemas como el que empieza ‘Me gusta cuando callas porque estás como ausente’. Y concluye: “El lente feminista ha ensombrecido la figura de Neruda.”
El link lleva a un artículo de Laura Freixas, “Los nombres ilustres”. “‘¿Por qué ‘los hombres poderosos disfrutan a menudo, en casos de abuso sexual, violencia de género, feminicidio…, de una simpatía desproporcionada’, mientras que sus víctimas apenas suscitan compasión?, se preguntaba la filósofa estadounidense Kate Manne a propósito del juez Brett Kavanaugh, nombrado para el Tribunal Supremo a pesar de haber sido acusado de violación; e inventaba para ello un neologismo: himpathy, combinación de sympathy y de him (él). ¨[¿Quizás “elpatía” en criollo?] (…) El ciudadano Ricardo Reyes, más conocido como Pablo Neruda, cometió un delito que condenan todas las legislaciones del mundo. Él sin embargo no fue condenado, ni siquiera enjuiciado. ¿Por qué? Obviamente, porque era varón, blanco, occidental, de clase media, y su víctima una mujer pobre, tamil y paria. Porque él ha conquistado nuestra simpatía mediante sus poemas, su autobiografía, su protagonismo social, preparado y hecho posible por el que tienen a priori los grupos privilegiados. Ella es más difícil que suscite nuestra solidaridad, porque no conocemos su versión, no la escuchamos, no la miramos a los ojos. Por eso, increíblemente, al debatir este caso, uno y otro bando hablan solo de Neruda: ¿mala persona, buen poeta?…, sin que nadie se haga preguntas sobre ella: ¿perdió, con la violación, su virginidad, y con ella las posibilidades de casarse? ¿Quedó embarazada? ¿Dedicó el resto de su vida a cuidar y alimentar a un hijo que no había querido tener? ¿Intentó abortar? ¿Murió desangrada?… ¿Nos importa?… A la impunidad judicial que disfrutó el que quizá le destrozó la vida, algunos nos piden ahora que añadamos la impunidad social; es más: que aplaudamos y ensalcemos a un violador confeso, dando su nombre a un aeropuerto. ¿No es una manera de decirnos que hay personas dignas de consideración y otras que no cuentan, unas importantes y otras desechables?”